En el bullicio de la ciudad, Juan destacaba como un empresario exitoso. Su empresa, una maquinaria imparable, consumía sus días y noches. Al principio, Juan amaba su trabajo, pero sin darse cuenta, se convirtió en un adicto silencioso.
Sus amigos notaron el cambio primero. Las cenas se volvieron conferencias telefónicas, las risas se mezclaron con el sonido constante de clics de teclado. Juan, sin embargo, estaba ciego ante su propia transformación. Las horas extra se multiplicaron, y los fines de semana se volvieron extensiones del lunes.
Un día, su esposa, María, le miró con preocupación. "Juan, hace meses que no disfrutas de una tarde tranquila". Él la miró confundido, el estrés había nublado su percepción. "Solo estoy construyendo nuestro futuro", respondió.
Poco a poco, Juan dejó de notar el sol. Las reuniones se convirtieron en su única luz. La adicción se arraigó, pero él seguía negándola. Sus amigos intentaron una intervención, pero Juan estaba convencido de que su "amor por el trabajo" era inofensivo.
Sus excusas eran variadas y creíbles. "Es solo temporal, pronto tomaré unas vacaciones". "Este proyecto es crucial para el crecimiento de la empresa". Sin embargo, la chispa en sus ojos se extinguía.
La realidad golpeó cuando su hija pequeña le preguntó: "¿Papá, por qué siempre estás ocupado?". Juan quedó en silencio, ahogado por la verdad. Las lágrimas en los ojos de María revelaron el impacto de su adicción.
En su oficina, rodeado de informes y papeles, Juan finalmente se vio reflejado en su propia obsesión. La empresa que construyó le había robado la vida que pretendía construir.
La historia de Juan es un recordatorio a todos nosotros: la adicción al trabajo puede ser tan sutil como peligrosa. ¿Cuántos de nosotros estamos tan ocupados construyendo nuestro futuro que olvidamos vivir el presente?