En el bullicio del éxito empresarial, Juan, un hombre apasionado por su trabajo, se encontraba atrapado en las garras de su adicción. Cada noche, su oficina se convertía en un santuario de informes y proyecciones, mientras su esposa, María, quedaba relegada al silencio y a la soledad. A pesar de su amor por él, María sentía el vacío en su corazón cada vez que intentaba abrazarlo y encontraba su mente lejos, en los negocios.
Juan, consciente del dolor que causaba, tejía una red de excusas para justificar su obsesión. "Es por el bien de la familia", decía, o "Estoy construyendo nuestro futuro juntos". Pero cada palabra resonaba hueca en el alma de María, quien observaba impotente cómo su matrimonio se desvanecía en el abismo del trabajo incesante.
Las noches se volvieron interminables para María, sus lágrimas marcando el paso del tiempo perdido. "Solo un proyecto más, y luego lo dejaré", prometía Juan, mientras las promesas se disolvían como humo en el aire. Su adicción consumía su energía, su felicidad y, finalmente, su matrimonio.
Las excusas de Juan, como láminas de acero, sellaban su destino juntos. "Necesito estar disponible para los clientes", se justificaba. "El éxito no tiene horarios", argumentaba. Y así, su amor quedó sepultado bajo una montaña de trabajo y palabras vacías, mientras María lloraba en silencio, anhelando al hombre que solía ser.
En el amargo final, las excusas de Juan resonaron como un eco vacío en la habitación vacía que solía compartir con María, un recordatorio doloroso de cómo una adicción puede destrozar incluso el amor más profundo.